2 de juliol del 2019

Espadas de Cimeria y hechiceros diabólicos, una aproximación al mito de Conan (Parte I)



Imagina una imagen en la que, mediante travelling lateral, un grupo de valientes artúricos cabalga de perfil atravesando un nebuloso pantano. La visibilidad es escasa y se escuchan ruidos extraños. De repente, un árbol muerto aparece en primer plano. Sus ramas, negras y alargadas, abrazan momentáneamente a los personajes. El peligro es inminente. ¿Cuántas veces hemos visto recursos como éste? Ya sea a través de un árbol, sonido lúgubre o punto de vista de una otredad escondida en la maleza, que no vemos pero deseamos contemplar en toda su monstruosidad viscosa.

Todo parte, en el fondo, de la curiosidad por descubrir lo que permanece ausente. ¡Pero el cine ha abusado demasiadas veces de artificios como éste! La secuencia descrita pertenece a La Espada Mágica (Bert I. Gordon, 1962) –clásico del subgénero de sword & sorcery, un término acuñado por el novelista de fantaterror Fritz Leiber un año antes del estreno de esta película– y que sirve como punta de iceberg de una problemática de representación que afecta, especialmente, al extenso pergamino de títulos sobre guerreros, hechizos, seres diabólicos y princesas prisioneras que atiborraron los videoclubes a partir de los 80. Cintas de producción mayoritariamente estadounidense e italiana, condenadas a la repetición de esquemas y modelos.

Evidentemente, esto no resta placer –culpable o no– ante semejantes propuestas. Estímulo a raudales para quienes militan en la noble misión de la cinefilia B. Pero a la luz de los resultados, parece un ámbito más propenso a cargar con ruidosos grilletes que a volar anárquica y libremente.

La distensión suele producirse entre un diseño de producción de gran envergadura y un trabajo de guión y personajes que, en ocasiones, podría circunscribirse en las dimensiones de una servilleta. La sorpresa, señoras y señores, estalla cuando se apuesta por la bizarría en vez del truco barato, por el absurdo y lo ambiguo antes que por la racionalidad épica y la violencia light que quiere contentar a todos los públicos.

Ahí están, a modo de notas brillantes, la grotesca zoofilia de mazmorra y el gusto por la deformidad del mentado film de Bert I. Gordon –con su chimpancé y sus siameses alopécicos incluidos– o el secuestro prenatal que la bruja de El Señor de las Bestias (Don Coscarelli, 1982) llevaba a cabo con el vientre de una vaca –en otra secuencia, incluso, se repite el mismo plano arañado por ramas de árbol que aparecía en La Espada Mágica, pero trabajado desde el suspense, no la mera tensión– o ese delirante intercambio de apariencias y sexos de El Último Guerrero (James Sbardellati, 1983). Y podríamos seguir... ¿Pero qué sucede con el mito de Conan? ¿Qué ideas aporta y qué conflictos encuentra como segmento de la sword and sorcery?

¡Vamos allá!


Novelas, pulpa y celuloide: el bárbaro como mosaico global

Robert E. Howard (1906-1936), en uno de sus viajes por el territorio fronterizo entre Estados Unidos y Mexico.

“Los bosques invasores se cernían sobre su infantil cabeza y el arroyo, murmurando junto a su casa, parecía un poderoso río, cuyas arremolinadas aguas traían terror a su corazón”.

Con la ingente cantidad de novelas, cómics y adaptaciones audiovisuales que Conan acumula a día de hoy, este fragmento bien podría pertenecer a cualquiera de sus historias. Pero no. No se trata de un extracto sobre los orígenes prepúberes del famoso bárbaro, sino de una narración ficcionada sobre el autor de Conan: su padre. Lo encontramos en el polémico libro Dark Valley Destiny. La vida de Robert E. Howard (VVAA, Dolmen Editorial, 2005), donde se toman la licencia de imaginar su niñez.

Todo surge de una obsesión por trascender la narrativa de Howard, por darle sentido a sus recurrentes descripciones en las que habla de una naturaleza inhóspita donde el peligro acecha en cada rincón cuando “el viento gélido e inquietante silbaba a través de las montañas rocosas y hacía temblar la hoguera del campamento” o una capa de neblina “atenuaba el fulgor de las estrellas” como si algunas de ellas “estuvieran llorando”. Un estilo que encuentra su razón de ser en el hecho de que Howard cobraba por cada palabra escrita –¡así de simple!–, pero que podría hundir sus raíces en los primeros años de vida del escritor tejano, en los que fue testimonio de “la última fase de la colonización del suroeste, los asentamientos de las grandes llanuras y del bajo valle de Río Grande” –según las reflexiones introductorias que Javier Fernández cobija en la compilación de relatos Robert E. Howard (Cátedra, 2012). De hecho, tanto la gestación de la primera novela corta sobre el personaje –The Phoenix on the Sword (Weird Tales, 1932)– como del temprano poema Cimmeria cobraron forma durante un viaje vacacional que, precisamente, tuvo lugar en las proximidades de Rio Grande.

¡Todo cuadra! Y no resulta descabellado pensar en la mirada de desconfianza del Conan novelístico como una mirada que enmascara la niñez de Howard frente a una América caótica, bulliciosa, industrial, de continuas mudanzas y ambientes diversos. No es extraño cavilar que, detrás de la retina del bárbaro, se esconde la melancolía del Howard adulto, atormentado y suicida. No es difícil, en definitiva, detectar una oscura forma de contemplar la existencia en la percepción de un ideal de guerrero imaginado por él mismo. ¡Pero ojo! Ésta es una de las muchas reflexiones publicadas hasta la fecha. Y una no muy académica, precisamente.

Con más de 80 años de peso editorial a sus espaldas, Conan podría presumir de ser lo más parecido al rey de la multiplicidad, un cuerpo de textura serial convertido en conglomerado de infinitas versiones, obsesiones y disputas entre investigadores y mitómanos de muy diversa índole.

A modo de notas rápidas sobre el personaje, podríamos sintetizar a Conan –según el mismo Javier Fernández– a caballo entre el “sagaz, políglota, estratega, ácrata y melancólico de la serie original” –una mezcla de rasgos de hombres dominantes con los que Howard había estado en contacto– y el “bruto supersticioso de los pastiches” que ha desfilado por multitud de espacios y formatos hasta el día de hoy. Y como todo buen personaje de fantasía medieval que se precie –de Tolkien a RR Martin– viene acompañado de un mapa y un imaginario de contexto.

Nacido en la Era Hibórea entre dos momentos clave para el cerebro de Howard –el hundimiento de Atlántida y un mundo conquistado por los hijos de los arias– Conan es como un concentrado vitamínico de músculo, rabia y soberbia que, hacha o espada en ristre, tiene la capacidad de satisfacer el deseo de épica intrascendente de cualquier lector o espectador. De cualquier generación. ¡Y de cualquier sexo!

Pese a que actualmente goza de absoluta fama, en sus primeros años de existencia sólo fascinaba al propio Howard y a los lectores de Weird Tales como simulacro darwinista de virilidad desatada y asertiva. Atractivo divertimento para un público discriminadamente masculino, enganchado a las denominadas sweat mags de la época. En cualquier caso, su carisma, descaro, cinética y ausencia de compasión, agitando un sable sobre las cabezas de abominables criaturas con la furia grabada en sus facciones, ha dejado huella en la cultura popular. Y ha sido a través de las novelas cortas de Howard, el legado literario que autores como L. Sprague de Camp absorbieron y reescribieron en los 50 y 60, la aplicada explotación del personaje que Marvel Comics inició en sus colecciones setenteras, la batería de reediciones que se han hecho recientemente sobre Howard –algunas, incluso, ¡sin las famosas alteraciones de la etapa L. Sprague!– y, como mención especial por su tremenda influencia al cine, las magnéticas portadas que Frank Frazetta inmortalizó para el sector de la viñeta. Ni más ni menos.

Conan, en definitiva, es un mito que ha encontrado su razón de ser en las sucesivas revisiones que ha experimentado. Da igual cuántas veces regrese a la cartelera o a los escaparates. Es y será siempre un pasatiempo universal con el que cualquier ser humano puede conectar fácilmente. ¿Y qué mejor forma de conectar con todo el mundo que a través de una adaptación hollywoodiense?


John Milius: músculo y mística 


No fue fácil. Esa mutabilidad que el cimerio ha manifestado en toda clase de cómics y relatos breves también acompañó la realización de Conan el Bárbaro (Conan the Barbarian, 1982). Sólo las anécdotas más enfebrecidas –extras españoles emborrachándose con vodka mezclado con sangre postiza o la Guardia Civil irrumpiendo en Segovia en pleno rodaje el mismo día que el coronel Tejero asaltaba el Congreso de los Diputados en Madrid– sirve como reflejo de un tiempo absurdo e inestable donde este mito pulp opera como anacronismo y motivo de confusión a todos los niveles.

Con todo, en una época –la nuestra– donde la banda sonora de Basil Poledouris se vive desasociada del cine a modo de resonancia épica en los estadios de fútbol, en una época –también la nuestra– donde Conan es camiseta, tatuaje, taza, videojuego, leyenda, fondo de pantalla y muñeco de acción al mismo tiempo; sus propiedades como fenómeno de conjura universal se dan por sabidas. Pero antes de estrenarse la película, ni Arnold Schwarzenneger era el nuevo modelo mainstream de una masculinidad hiperbólica ni Oliver Stone tenía el caché que le otorgó Platoon (1986) ni Poledouris se escuchaba en el Camp Nou.

Al contrario, las dudas y la reescritura fueron algo frecuente en la génesis del proyecto. El productor Dino de Laurentiis se mantenía escéptico ante la apuesta de Schwarzie como gran estrella de la función y Milius tuvo que transformar a fondo un guión empapado en cocaína y antidepresivos que Stone había escrito en una de sus peores etapas de adicción. El relato, al parecer, tenía dos padres creativos. Uno que vivía al límite y pensaba en un Conan inmerso en un futuro postapocalíptico donde se enfrentaba a 10.000 mutantes –¡puro delirio de serie B contra ataduras y grilletes!– y otro elegido a dedo por Laurentiis que, poseído por una posmodernidad ochentera repleta de referencias e imágenes absolutamente dispares –el remedo a Nietzsche con que abre la película, “La bruja que no nos mata nos hace más fuertes”, es toda una declaración de intenciones–, optó por picotear unas cuantas y se decantó por el camino más enfático posible: puestos a representar un Conan para todo el mundo, ¿por qué no potenciar su dimensión mística?

El resultado es historia. Un triunfo en taquilla que extendió el horizonte del subgénero, engendrado y desarrollado en vagones de segunda y tercera categoría. Pero resulta inevitable pensar en ella como una obra enclaustrada en un tétrico pasillo a medio camino entre dos grandes cámaras: la primera encierra una bizarría alucinógena –con Oliver Stone como maestro de ceremonias– que quedó en agua de cerrajas y la segunda, un universo howardiano inmaculado, alejado de todo lo que ha originado después. Ni una ni otra. Ambas cámaras son lo más parecido al sueño húmedo de cualquier fan, que finalmente se tuvo que conformar con el pasillo. Con una película menos libre, menos loca, menos Coscarelli, Sbardellati y compañía.

Por sus aspiraciones comerciales y el comprensible temor al fracaso en taquilla –la mirada infantil de Howard descrita en Dark Valley y la del Conan literario intranquilo ante la hoguera nocturna se convierten, si quieren, en la de Laurentiis mordiéndose las uñas en su despacho–, la película no escapa al persistente control de un Hollywood impositivo y falto de atrevimiento. Quizá por esto la única vía de escape para Milius fue, precisamente, la que explora la espiritualidad del protagonista.

Resumida por muchos como relato de venganza de un hombre que sufrió el asesinato de sus padres y su pueblo a manos de una secta de sanguinarios bandidos, Conan el Bárbaro es, en realidad, mucho más que esto.

La película es virtuosa en momentos clave que funcionan como puñetazos perfectos: ese ataque inicial, los combates de Conan en su primera etapa de gladiador y el westerniano asedio final… O esas pinceladas de inspiración nipona, como la escena nocturna de demonios y caras pintadas que recuerda a El Más Allá (Masaki Kobayashi, 1964) o ese aroma heroico a Los Siete Samuráis (Akira Kurosawa, 1954) que destila el clímax. No nos olvidemos de ese flirteo con lo macabro donde el villano Thulsa Doom se transforma en serpiente gigantesca durante una orgía. Pero lejos de todo este punching formal, la evolución que Schwarzie traza en el terreno de la fe es brutal. Y es ahí, justamente, donde la película encuentra su singularidad. Y es que, aunque el suyo sea un retrato de masculinidad en crisis que necesita reafirmarse en cada golpe, en cada resistencia al dolor, en cada cabeza cercenada… ¿Quién dijo que la complejidad del personaje que interpreta el Gobernator en esta película es completamente nula?

Repasemos el relato. Sobre la cima de una montaña, el padre de Conan (William Smith) revela a un jovencísimo Jorge Sanz el enigma del acero. Una leyenda que quedará opacada por otro aprendizaje –convertirse en una máquina de competición para matar– hasta que, sin comerlo ni beberlo, un día descubre una cámara funeraria donde se encuentra la tumba y la espada de Crom, forjador del enigma del que le habló su padre. Una casualidad que desentierra recuerdos de infancia en la mente del bruto luchador. Y una epifanía donde se palpa el misterioso concept art de Ron Cobb (Alien, el octavo pasajero) y que llama especialmente la atención por el mimo con el que Milius se entrega a través del montaje a partir de un simple juego de planos y contraplanos con distintas angulaciones. En esta secuencia, el director de El Viento y el León (1975) recuperó un relato de L. Sprague de Camp y Lin Carter –The thing in the crypt (1967)– sin perder de vista el norte de la mística –en la mini-novela la momia se enfrenta a Conan, mientras que en la película sólo se le cae la cabeza– y con un gran sentido de la épica. La toma de contacto de Conan con la momia es simple. Pero Milius se toma su tiempo, dilatando los pasos que el guerrero da hasta situarse justo delante de la figura divina. El movimiento de los planos es constante y el sentido de la iluminación, acertadísimo. Milius, en definitiva, alcanza la elegancia en una secuencia que va del misterio de lo que se vislumbra hasta el asombro de lo que se puede descubrir con la luz de una antorcha. ¡Puro clasicismo de aventuras!

Este souflé de supuesta trascendencia sube un par de centímetros cuando Conan, tras infiltrarse entre los adeptos de Thulsa Doom, el guerrero-hechicero que decapitó a su madre –por cierto encarnado por un James Earl Jones que juega a mezclar distintos personajes de origen howardiano–, el protagonista es apresado, torturado en un patio de piedra y crucificado en un desierto donde es mordido por buitres. Un calvario que bebe tanto de las palabras del propio Howard en A Witch Shall Be Born (1934) como de la mente intoxicada de Oliver Stone –el cimerio atado en la cruz es una de las pocas secuencias que Milius dejó intactas en la versión definitiva del guión– y que, tras las escenas anteriores de aprendizaje y reconexión con lo divino, transforma a nuestro anabólico personaje en mártir, a medio camino entre la reconfiguración bíblica y el cortocircuito mitológico o –dicho de forma menos pedante– a caballo entre Cristo y Prometeo encadenado.

Finalmente, tras recuperarse y sobrevivir a una lucha imposible donde su amor trágico (Sandahl Bergman) reaparece como absurdo deus ex machina y manifestación angelical en la tradición de las valkirias –entidades mitológicas que decidían, sobre el campo de batalla, quién moría y quién no– se produce un nuevo acto de fe en el templo de Doom. Una vez pagado al verdugo de su madre con la misma moneda y lanzada su cabeza escaleras abajo, el bárbaro se convierte en motivo de veneración cuando la hija del Rey Osric, que había sido capturada por Doom y sólo profesaba fanatismo hacia él, se arrodilla de repente ante su musculoso salvador.

Desde luego, la progresión de acontecimientos es aplastante, pero tan exagerada como innecesaria. ¿Acaso la película no funciona lo suficientemente bien como violento pastiche posmoderno? ¿Qué necesidad hay de subrayar al culturista de gimnasio como divinidad en una contemporaneidad marcada por la ironía y el distanciamiento?

Volvemos a lo mismo. El problema radica en la representación y el juego simbólico. Pero esta vez no se toma el camino del tópico y el recurso trillado, sino de la acumulación mística. Para Milius la venganza no se sirve fría, sino sobre un barroco altar. Y la ambición que vuelca sobre Schwarzenneger le viene demasiado grande. Luego, tampoco faltan estereotipos –la hechicera malvada y sexualizada a la vez o los atontados hippies promiscuos que siguen a Doom– en una película mucho más limitada de lo que parece.

En cualquier caso, el festín de mamporrazos siempre estará allí, a la espera de que alguien lo descubra o revisite. Pero también su forzado trasfondo pseudo-religioso. Conan el Bárbaro es un film contradictorio, tan eficaz en sus salpicaduras macabras y sangrientas como finalmente problemático cuando carga las tintas de su mito moderno, proponiendo nuevas figuras heroicas en una época que ya estaba empachada de ellas.