A mediados de la década de 1920, en un Hollywood aún por urbanizar, se congregan decenas de aspirantes a actores que quieren trabajar en la emergente industria del cine. Aspirantes como Nellie LaRoy, una rubia pueblerina que ansía convertirse en la próxima Mary Pickford. O como Manny Torres, un chico de los recados con un don para solucionar problemas. En las alocadas fiestas de la época conocen al galán Jack Conrad, un remedo de Douglas Fairbanks que pasa más tiempo ebrio que sobrio y colecciona divorcios. Ninguno de los tres sospecha lo que va a pasar en 1927, cuando se estrena una película titulada El Cantor de Jazz (The Jazz Singer): ha nacido el cine sonoro y la industria hollywoodiense no volverá a ser la misma.
Babylon es el nuevo triunfo cinematográfico de Damien Chazelle, uno de los directores jóvenes más interesantes del panorama internacional. Todas sus películas giran alrededor de unos protagonistas soñadores, que se desviven por conseguir un objetivo a menudo inalcanzable y más nocivo de lo que podría parecer en un primer momento. Desde que nos cautivara con Whiplash (2014), un verdadero clásico moderno, ninguna de sus películas ha dejado indiferentes a los espectadores. La La Land (2016) lo consagró gracias a su dominio técnico, la pericia al dirigir a actores sobresalientes y el carácter revisionista con el que miraba a los musicales clásicos. Tras dirigir por encargo First Man (2018), el irregular repaso de la carrera del astronauta Neil Armstrong, Chazelle se ha tomado su tiempo para escribir y dirigir otro proyecto más personal.
Si La La Land adaptaba las convenciones de los musicales clásicos al panorama del desamor contemporáneo, Babylon revisita el Hollywood de los años veinte (los “felices”, no los actuales) en un tono visceral que poco se asemeja a lo visto en Cantando bajo la Lluvia (Singin' in the Rain, 1952) y la oscarizada y olvidada The Artist (2011). La narrativa de Babylon está cargada de excesos, en todos los sentidos. El más evidente es la podredumbre y decadencia de la década que retrata, que sonrojaría a El Gran Gatsby (The Great Gatsby, 2013) de Baz Luhrmann. Las fiestas de la emergente meca del cine no le prohíben la entrada a ninguna transgresión moral, el alcohol corre sin filtro y tampoco escasean los estupefacientes. Los rodajes no tienen nada que envidiarles, con jornadas laborales interminables, insultos raciales y explosiones de violencia.
Para narrar tales espectáculos, Chazelle se sirve del dominio técnico que ha heredado de dos maestros del séptimo arte, que ya plasmaron con genialidad el deseo y la decadencia humanos: el Martin Scorsese de Casino (1995) y el Paul Thomas Anderson de Boogie Nights (1997). En Babylon abundan las tomas largas, las coreografías apabullantes, los travelings imposibles y las dollies que desafían las leyes de la física. Tal uso del lenguaje cinematográfico contribuye a acrecentar la espectacularidad de la película, que adopta un tono de epopeya. No en vano, estamos ante la fundación de un país, el de los sueños. De especial asombro resulta el montaje de varias secuencias maravillosas, como el primer rodaje sonoro, el epílogo final o la visita al submundo de Los Ángeles guiada por un brillante y recuperado Tobey Maguire, que recuerda a la escena que protagonizaba Alfred Molina al ritmo de “Sister Christian” en la mencionada Boogie Nights.
Los excesos que retrata Babylon también marcan el acabado final de la película, pues las más de tres horas de metraje acaban difuminando la resolución de ciertas subtramas, en particular las protagonizadas por el trompetista Sydney Palmer y la artista Lady Fay Zhu. Además de retratar cómo Hollywood se convierte en una máquina de producir películas que dan beneficios rentables a los magnates de los grandes estudios, Babylon también ofrece varias reflexiones curiosas acerca del poder evocador del cine. Por ejemplo, en una de las escenas iniciales, el galán Jack Conrad le explica a Manny cómo los espectadores nunca nos sentiremos solos al acudir a una sala de cine, nada más apagarse las luces y comenzar la proyección. Dado su carácter revisionista, es interesante cómo Babylon retrata la diversidad racial de quienes trabajaron en estas primeras películas, un aspecto que se había obviado en filmes previos ambientados en la misma época, caso de la excelente Chaplin (1992) y The Artist, donde no se veía a un solo asiático ni negro.
La deslumbrante puesta en escena de Chazelle se ve realzada por la banda sonora de Justin Hurwitz, su amigo y colaborador habitual. El oscarizado compositor se basa en el jazz de la década de El Gran Gatsby para perfilar los leit motif que acompañan a cada uno de los protagonistas de Babylon. El que dedica a la pareja formada por Nellie y Manny es precioso. Y precisamente son los protagonistas quienes completan el acabado espectacular de la película. A la pareja principal le dan vida el debutante Diego Calva y una desatada Margot Robbie. Destaca especialmente el papel contenido y carismático de Brad Pitt, capaz de aportar credibilidad al arco de ascenso y caída que recorre su Jack Conrad. Con Babylon, Pitt termina de consagrase como uno de los grandes actores de reparto de la década, como ya pudimos apreciar en sus respectivos trabajos en Érase una vez en… Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, 2019), La Gran Apuesta (The Big Short, 2015) o Doce Años de Esclavitud (12 Years a Slave, 2013).
Quizá los excesos que retrata, cómo desmitifica la transición al cine sonoro o, incluso, el ruido que hacen otras de las nominadas de la temporada de premios desanime a los espectadores que dudan si dan una oportunidad a Babylon. Es una película estimulante y vibrante. Derrocha el ingenio visual de uno de los cineastas más interesantes del momento, contiene interpretaciones espectaculares y reflexiona acerca de lo que el cine significa para muchos de nosotros. Babylon es una epopeya que merece ser vista en una sala y en compañía del público, en lugar de esperar a que la estrenen en la plataforma de turno.