Un artículo de Juan Pais
Unas palabras sobreimpresas nos introducen en el contexto histórico de Vera Cruz. Estamos en 1866, en México, donde el pueblo se rebela contra el emperador Maximiliano, impuesto por el francés Napoléon III. Recientemente ha finalizado en Estados Unidos la Guerra de Secesión, y numerosos ex-combatientes llegan al país vecino en busca de fortuna. Tal como se nos indica, algunos llegan en grupos y otros llegan solos. Entre estos últimos se encuentra Ben Trane, al que encarna Gary Cooper, cuya lacónica figura aparece en medio de la nada resaltando, a pesar de la sobriedad de la presentación, la importancia de Coop en la mitología del western.
Burt Lancaster, satisfecho con la dirección de Robert Aldrich en Apache (1954), le contrató para realizar Vera Cruz, que el protagonista de Forajidos (The Killers, 1946) se disponía a producir y a protagonizar junto a Cooper. Este, a pesar de que Clark Gable le aconsejó que no actuara con Lancaster dado el riesgo de quedar ensombrecido por su juventud, aceptó incorporar a Ben Trane, considerado uno de sus últimos grandes roles. Burt Lancaster es Joe Erin, con el que Trane se asocia, aunque nunca acaba de fiarse de él: Erin es el típico granuja, simpático pero falso, siempre dispuesto a hacer una jugarreta. Nada que ver con la honradez del ex coronel confederado Trane, heredero de la caballerosidad del Viejo Sur (en concreto procede de Louisiana, donde poseía una plantación, perdida tras la derrota).
Junto con otros mercenarios (Ernest Borgnine, Jack Elam y Charles Bronson, en los papeles de rudos matones que solían desempeñar entonces), Trane y Erin entran en contacto con hombres de Maximiliano, llegando a conocer al emperador (al que da vida con cierta afectación George Macready). Después de una estupenda escena en la que tras socializar torpemente demuestran su puntería disparando a unas velas en el patio de palacio, queda demostrado que son diestros pistoleros, por lo que les encomienda la misión de escoltar a una condesa francesa al puerto de Vera Cruz. Sin embargo, Trane y Erin descubren que en realidad la comitiva oculta un cargamento de oro destinado a contratar en Europa mercenarios que se enfrenten a los juaristas (defensores del legítimo presidente Juárez). Poco a poco se va conociendo el secreto del oro, lo que despierta la codicia de todos los relacionados con él.
Escrito por Roland Kibbee y James R. Webb a partir de un relato del clásico del western Borden Chase, el guion de Vera Cruz es un prodigio de inventiva, expresada en sus diversos giros argumentales y en el ingenio de los diálogos. También en los encuentros y desencuentros de los personajes de Cooper y Lancaster, consecuencia de la tensión entre ambos, sin que falte el humor, con el que se evidencia la divergencia de sus personalidades (Erin nunca deja de sorprenderse por el corazón blando de Trane). Nuestra Sara Montiel, cuya presencia como pícara ladrona resulta burbujeante, también aporta alegría al conjunto.
El buen hacer de Robert Aldrich se advierte en la impecable puesta en escena, con planos muy elaborados y expresivos, captando tanto la arquitectura y la vegetación de las tierras mexicanas como
el formalismo de las tropas imperiales y el desenvuelto ímpetu de los juaristas. Formado en la RKO, Aldrich había absorbido el barroquismo de su admirado Orson Welles. La fotografía colorista de Ernest Laszlo tiene un efecto dual: la luz del sol, siempre presente en la película, salvo obviamente en las escenas nocturnas, se asocia a la vitalidad del pueblo pero también al polvo, al sudor y a la suciedad. Esto no gustó mucho en México; se denunció una visión desdeñosa hacia el país por parte del arrogante vecino del norte.
Algo muy revelador es que Vera Cruz se construye sobre antinomias. Están enfrentados el colonialismo y la independencia, la antigüedad y la modernidad (atención a las armas, desde los espadones del ejército de Maximiliano a la ametralladora que en momento dado utiliza Trane), la riqueza y la pobreza. Incluso llegan ecos de la Guerra de Secesión, que contrapuso dos estilos muy diferentes de vida. Sin embargo, la antinomia definitiva es de tipo moral y se establece entre la nobleza y el cinismo. El conflicto, ora soterrado, ora explícito, entre Ben Trane y Joe Erin es representativo de esta dualidad. El primero es un hombre honrado y digno, que se ha visto obligado a desplazarse a México para lograr una fortuna con la que recuperar su plantación. En cambio, el segundo siempre se ha buscado la vida recurriendo a la astucia y prescindiendo de los escrúpulos. En la forma de vestir se pone de manifiesto su disparidad: mientras Erin siempre lleva ropa sucia y negra, algo muy elocuente, el pulcro Trane es presentado descendiendo de un caballo vistiendo lo que si no es el uniforme del ejército confederado, al menos lo evoca, para luego quitarse la casaca: el antaño distinguido coronel ha de enfangarse en una ciénaga de buscavidas y bandidos.
Se habla mucho de la influencia de Vera Cruz en el Spaghetti Western, afirmación muy razonable. Las películas del subgénero italiano proponen un oeste cruel y turbio, un paisaje árido con unas figuras que se mueven espoleadas principalmente por la codicia. El personaje de Joe Erin anticipa a muchos protagonistas de los filmes de Sergio Leone o Damiano Damiani (este incluso dirigió una película, Yo soy la revolución, ambientada en el mismo contexto histórico). Siguiendo con las influencias, cabe señalar también a Sam Peckinpah. Su obra más conseguida, Grupo Salvaje (The Wild Bunch, 1969), se abre y se cierra con sendas batallas que asimilan la planificación y el montaje de la que pone punto y final a Vera Cruz.
Robert Aldrich, cineasta de la misma generación que Nicholas Ray y Richard Fleischer, abordó los géneros tradicionales con una refrescante pulsión realista, equivaliendo su filmografía a una crónica de la América contemporánea, incidiendo en su decadencia y en el relevante papel de la violencia en esta. En Vera Cruz, vemos como México se desangra en una lucha intestina mientras los mercenarios aprovechan para parasitar la tierra, logrando Aldrich que permanezca en nuestra memoria el viento que agita el ensangrentado polvo ante la sonrisa insolente de Burt Lancaster y la mirada melancólica de Gary Cooper.