15 de novembre del 2019

El Hoyo (The Platform, 2019)



MIRADAS CARCELARIAS

Antes de convertirse en garantía de calidad dentro del panorama de la superproducción internacional, Denis Villeneuve firmó Next floor (2008), un cortometraje que le dio motivos para saciar su apetito de galardones en Cannes, Toronto y Sitges. Lo logró con una propuesta que, visto lo visto, también invita a perder el hambre.

En una mesa copada de suntuosos platos de estilo colonial, un grupo de comensales ataviados de gala devoran toda clase de carnes al incesante ritmo de sus cubiertos, mientras se envían sonrisas de comicidad. Una suerte de grande bouffe en miniatura que incrementa su temperatura de absurdo cuando, tras una serie de crujidos en el parqué, mesa y comilones atraviesan el suelo y aterrizan en el piso de abajo. Nada… Un ligero traspié que no les impide seguir comiendo sin parar hasta que las maderas ceden otra vez. Y otra. Y otra. Y así, suponemos, hasta alcanzar el mismo infinito. Porque la gula, como la avaricia, no tiene fin.

Lo que sí tiene este filme-dardo -lanzado contra una versión muy simplificada de lo que entendemos por burguesía- es antes la apariencia del truco que de la revelación. Next floor no sólo se presta a interpretarse como hipérbole grotesca y caricatura sobre los vicios y el egoísmo incombustible de una élite abstracta, sino de algo mucho mayor. Por real. Y es nuestra propia condición humana. Nuestra adicción por consumir más. Nuestra incapacidad para contaminar menos.

Sin embargo, lo verdaderamente inquietante de este eficaz chiste en bucle tiene que ver con el maître de la función, interpretado por Jean Marchand. En el primer plano, la cámara de Villeneuve se acerca, mediante leves zooms, a la retina de Marchand, que nos observa desafiante. Lo mismo sucede en el último plano, donde la mirada del actor canadiense cobra una dimensión directamente acusatoria. Como si detrás de ese recurso slapstick de comensales comiendo y cayendo una y otra vez, se escondiese una verdad contemporánea sobre la voracidad y la decadencia humana de la que nosotros -llámales espectadores o simplemente sociedad- somos plenamente responsables. Y si tienen alguna duda… ¡Consulten a Greta Thunberg!

Otra opción de consulta -también pensada para borrar el apetito y reflexionar sobre lo que nos corrompe como especie- es El Hoyo (The Platform, 2019), ópera prima de Galder Gatzelu-Urrutia, ganadora del Premio del público en Toronto y gran dominadora en Sitges este año con un total de 4 premios: Mejor película, Mejor Director Novel, Mejores FX y, de nuevo, el galardón del Público.


Villeneuve + Gatzelu-Urrutia: un binomio inesperado

En su aclamado debut -y digo aclamado en cuanto a festivales, no a la taquilla-, Gatzelu-Urrutia parece adoptar el satírico corto de Villeneuve como carta de navegación para tomar un rumbo que le permita explorar, en lo narrativo, en lo formal y hasta en lo vertical, las enormes posibilidades que el cineasta canadiense esbozó en 2008.

Un abstracto centro de reclusión. Más de 200 habitaciones rectangulares. Apiladas una encima de la otra. Dos presos en cada una y un agujero en el medio que las comunica todas. Cada día, una plataforma desciende repleta de manjares exquisitos -¡gran leitmotiv de la función!- y se detiene un rato en cada planta, donde se come a toda prisa.


Cada mes, reclusos y reclusas aparecen en una habitación distinta a la del mes anterior. Quienes despiertan en los primeros niveles tienen dos opciones: engullir como si no hubiera un mañana como los convites de Villeneuve -o los del Marco Ferreri de La Gran Comilona (Le Grande Bouffe, 1973)- o apostar por la solidaridad colectiva, hacer caso a Thunberg y consumir sólo lo que necesitan para sobrevivir. Los menos afortunados, por desgracia, no tienen elección. Cada día que pasan sin comida, la locura se desata y la sombra de Darwin sobrevuela sus agotadas cabezas. Ante un panorama tan dantesco como éste, Goreng, protagonista interpretado por Ivan Massagué, despierta desubicado en la celda 33 junto a su astuto compañero Trimagasi (Zorion Egileor), que lo guiará por los infiernos de un laberinto multiplicado cada vez más salvaje. Cada vez más hambriento.

De ahí que, por mucha comida que haya en el plato -o la plataforma que los subministra-, asistamos a esta catábasis alegórica sin demasiadas ganas de llevarnos una palomita a la boca. Sobre todo por la forma en que el cineasta trabaja el punto de vista del protagonista, Goreng, y su mirada de descubrimiento, de asombro y miedo, haciéndonos partícipes de su calvario en secuencias de sangre y víscera cercanas al torture porn; y trabajando la tensión a través de primeros planos con poca profundidad de campo, que encierran a Goreng y operan como pequeñas cárceles de la imagen, en contraste con la nitidez de los generales y abiertos en contrapicado, que potencian la atmósfera surrealista del conjunto.

Y sí, al igual que en Next Floor, El Hoyo cuenta con un maître. Txubio Fernández -que hace un brevísimo cameo- interpreta al encargado de que la comida llegue en perfecto estado a los presos. O más bien a los primeros y hambrientos niveles... Y al igual que el personaje que interpretaba Marchand en el corto de Villeneuve, son figuras diseñadas y obligadas a gestionar el hambre: el que se sufre y el que se sacia.

Evidentemente, la mirada de Marchand no es la misma que la de Fernández. Donde una nos acusa desde la picardía y la autoconsciencia, la otra apunta al techo con ansiedad y las cejas arqueadas. Apunta, en el fondo, a un piso de arriba que, como las profundidades del Hoyo, no sabemos exactamente donde termina. Un espacio de élites en fuera de campo donde no sería descabellado imaginar a los comensales de Villeneuve, puro en ristre, haciendo la digestión en un lujoso sofá.

Y es que, para Gatzelu-Urrutia, olemos a terrible contradicción. Aunque la humanidad sea, por definición, una especie egoísta y miedosa -afirma en una entrevista para El Cultural-, todos tenemos “la posibilidad de hacer el mundo un poco mejor a pequeña escala. A través de lo que consumimos, por ejemplo.” Y con este ecológico mensaje se resume el código genético de su fabuloso debut. Una estimulante alegoría que ataca donde más nos concierne. Donde sacamos nuestra faceta más errática. Más vulnerable. Más humana, al fin y al cabo. Y hasta aquí, la película parece no tener peros. Y los hay, precisamente, a raíz de su voluntad alegórica, lo que arrastra el film hacia una encrucijada.

Por un lado, este realizador vasco -que tiene la suerte de contar con un guión original firmado por David Desola y Pedro Rivero- está tan pendiente de construir un universo subterráneo a base de normas, peligros y planes de fuga, que acaba siendo víctima de sus propias limitaciones en una propuesta más liviana que compleja. Más impactante que verdaderamente hiriente. Por otro lado, y por fortuna, las sabias decisiones de cásting aportan el ingrediente clave para que toda la violencia y el hambre que vemos en pantalla sepan a algo más que a ciencia ficción intrascendente.


Desde la aparición de Antonia San Juan en la piel de la optimista Imoguiri, como representación de una feminidad alejada de todo canon, hasta las impactantes secuencias de Emilio Buale y Alexandra Masangkay, enfundados en la curtida piel de la marginalidad y la exclusión a través de los personajes de Baharat y Miharu. Todos ellos nutren la dimensión social de una obra demasiado esquemática en su narración y estructura. Aún así, lo que realmente funciona de esta película no es tanto su parábola o sus correspondencias con lo Real y lo Actual, sino su enorme ímpetu como el relato épico que es. Un relato, por cierto, que pese a su bienvenida inclinación por la sordidez y el estallido macabro, se antoja más clásico de lo que parece a simple vista -léase el humanismo que impregna a los personajes, la forma en que se maneja el anonimato del héroe, los fantasmas de su culpabilidad…- y que encuentra un bizarro equilibrio entre el terror, las aventuras metafísicas y la arquitectura inquietante, que le siente de maravilla.

Asimismo, El Hoyo funciona como edificio de múltiples referencias. No sólo las que ha citado un servidor. ¡Imposible no pensar en la claustrofóbica Cube (1997) de Vincenzo Natali! -director que también ganó en Sitges la Mejor película y que este año ha inaugurado el certamen mediterráneo con la fallida En la Hierba Alta (In the Tall Grass, 2019)- o la muy formalista Rompenieves (Snowpiercer, 2013); un título que, como la etimología de los personajes del Hoyo -Goreng, Trimagasi e Imoguiri no son nombres escogidos al azar-, posee un delicioso aroma oriental. De ahí, incluso, podríamos saltar sin miedo a caer en ningún hueco de ascensor, a los rascacielos de JG Ballard y a su segregación de clases, o a las viñetas futuristas de Jacques Lob y Jean-Marc Rochette en la tremenda Le Transperceneige (1982), la novela gráfica que inspiró la película de Joon-ho. Y podríamos seguir.

Lo que está claro es que la cinefilia es antes juego de vasos comunicantes que una cárcel vertical. Pero su transmisión, de unos adictos a otros, es y siempre ha sido una suerte de comida compartida que nunca termina. Devorada y manoseada. Una y otra vez. Arriba y Abajo. Como la plataforma gastronómica de Gatzelu-Urrutia, un cineasta que, como aquel ambicioso e incipiente Villeneuve, se ha convertido en una voz a seguir desde ya. Tan excesivamente cauta a la hora de discursar sobre cuestiones de peso a través del género, como desatada y ambiciosa en la construcción de un cine no apto para todos los paladares. Sólo para los más hambrientos.