8 d’octubre del 2017

Sitges 2017: La Forma del Agua (The Shape of Water)



El abrazo del amor
Un artículo de Carles Martinez Agenjo.

“Mi película es como un ungüento para la época actual, en la que predomina el odio hacia el otro” 
Guillermo del Toro

En 1954, Jack Arnold dejaba huella en la serie B más deudora de los clásicos de la Universal con La Mujer y el Monstruo (Creature from the Black Lagoon), un escueto relato de supervivencia donde el fuera de campo de lo descabellado daba paso a la exhibición lúdica del disfraz y el cartón-piedra. Nostálgico por el placer de su niñez cinéfaga, Guillermo Del Toro rescata aquel sanguinario anfibio de Arnold, mitad pez mitad humano, para reformarlo. No obstante, lo revierte. Esta nueva versión de lo esquivo es antes mártir que herramienta para el terror. Es antes emoción, amor y tragedia que abstracción. Hablamos de épica. Hablamos de La Forma del Agua: la –¡por fin!– magnífica película de inauguración de estos 50 años de Sitges Film Festival.

En el fondo, la ecuación recuerda al Drácula trágico, complejo y redentor que Francis Ford Coppola tradujo de la novela epistolar de Bram Stoker, insuflando humanismo a una otredad que nunca la tuvo. Del Toro también lo hace. Apuesta por la hondura. Su monstruo sangra, muerde y se enamora para transgredir su propio legado. Pero también hay una firme apuesta por la superficie, por una defensa a ultranza de la felicidad, por lo que el filme no deja de ser contradictorio. Deliciosamente contradictorio. El director de Pacifim Rim (2013) nos muestra, en definitiva, la otra cara de la leyenda. Menos oscura, más cercana. Más abierta, en definitiva, a todos los públicos.

La crítica, social y política, también cabe en este cuento fantástico-dramático. Pero es inofensiva. La película narra el descubrimiento, la aproximación y la pugna por la supervivencia de un idilio romántico entre dos seres marginales, torturados, que se entrelazan como dos gotas de agua sobre una lámina de cristal. Menos destacado es el contexto donde todo acontece. Guerra Fría, racismo y depresión occidental son meros apuntes de un cuento obstinado en recuperar el amor fou para llevarlo al paroxismo más placentero. De hecho, a Del Toro no le importa servirse de recursos narrativos y visuales del todo extravagantes –como esa set-piece a lo Fred Astaire y Ginger Rogers o el deus ex machina como colofón de la ópera– para imponer el Amor como solución a todo en una época, la nuestra, donde nada la tiene. Lo sorprendente, al menos para quien suscribe, es que el resultado funciona. Y mucho.

Elisa, una tímida limpiadora muda –interpretada por una concisa Sally Hawkins– que trabaja en un centro de investigación aeroespacial de Baltimore, se redescubre a sí misma al entrar en contacto con una criatura extraordinaria que vive encerrada en un laboratorio bajo jurisdicción gubernamental. La joven protagonista cuida de ella. Su amigo homosexual, también lo hará. Por otro lado, sin embargo, su carcelero –Michael Shannon en un papel de padre de familia y vigilante sádico que complementa a su personaje de Boardwalk Empire, burlándose y rompiendo en mil pedazos la añeja idea del american dream– la maltrata y amenaza con aniquilarla. Y un grupo de científicos la examina. Uno de ellos, interpretado por el gran Michael Stuhlbarg, esconde un secreto político que también podría costarle la tortura. Todos ellos, imperfectos, se enfrentan entre sí. Gritan y estallan como una feroz tormenta. Pero también son víctimas de un mismo sufrimiento, también son hijos de una misma lluvia que los empapa y purifica.

La Forma del Agua es precisamente esto. Una lanza rota a favor de la materia de la que están hechos los sueños. Los que nos asaltan a todos. No los lynchianos. Tampoco los de Nolan. Ni siquiera los de aquella niña que jugaba a ser princesa en la España dictatorial de El Laberinto del Fauno (2006). El cineasta, que brilló como nunca antes con aquella propuesta, repite la fórmula de inocencia manchada de sangre en su nueva película, pero la reconduce hacia un terreno distinto. Más optimista. Más disneyano. Pero en el buen sentido de la palabra. Esta vez, ha evitado la tragedia castrante para defender, desde el más autoconsciente de los blockbusters de autor, la alternativa hippie a los tesoros de Tarantino y la esperanza como necesidad planetaria. Asimismo, a diferencia de otras propuestas y directores, ha utilizado la alquimia, la pasión y todo el frikismo enciclopédico que lo caracteriza para conjurar una puesta en escena en estado de gracia ante la que este crítico no puede más que rendirse. A una parte del público, la película le resultará cursi. Incluso ridícula en algunos pasajes de la trama. Que los árboles no les impidan ver el bosque. Se trata de una muestra innegable de cine anti-bélico, maduro, sincero e irracional. Como un abrazo materno.