24 de gener del 2020

El Faro (The Lighthouse, 2019): Mitos empapados de locura



Existe en Japón un tipo de cangrejo llamado heikegani cuyo caparazón posee la impactante forma de un rostro de guerrero japonés. Un recurso tremendamente fértil para el esoterismo. Especialmente, en aquellas zonas donde, por ejemplo, un pescador piensa el mar como espacio bicéfalo. Por un lado, como la fuente de alimento que durante siglos ha dado continuidad a su existencia y a la de su comunidad. Por el otro, como origen de las más espantosas tragedias.

Habitante de las rocas costeras y tocado por extrañas rugosidades en el dorso, este extraño crustáceo saltó a la fama en 1952 a partir de un artículo del británico Julian Huxley para la revista Life, donde, precisamente, servía de base para abordar la selección artificial desde el puro temor al más allá. Una teoría que Carl Sagan recuperó en 1980, en plena era Cosmos. Según Sagan y Huxley, el imponente rostro grabado en la espalda del animal podría haber provocado en los pescadores de antaño un toque de alerta alimentado por la superstición. Y es que el nombre por el que se conoce a los heikegani remite al clan Heike y a su trágica desaparición en el siglo XII, empujado a un suicidio colectivo en las profundidades del mar de Japón tras su derrota en la Batalla de Dannoura. De ahí que, supuestamente, aquellos ejemplares cuyo caparazón presentase una mayor apariencia de guerrero y se prestase con mayor facilidad a la abstracción fantasmagórica fueran devueltos a las rocas.

Poco importa que una de las últimas relecturas sobre el cangrejito de marras venga en forma de refutación. Aunque Joel Martin presentase en 1993 un artículo para la publicación Terra donde aportaba pruebas consistentes contra la hipótesis Huxley-Sagan -las rugosidades corresponden a un tejido muscular prominente y, por su tamaño, estos cangrejos tienen más de aperitivo que de plato estrella para saciar el hambre- es difícil resistirse a la alquimia del cuento.

Nada mejor que las calmadas palabras de Irrfan Khan en el desenlace de La Vida de Pi (Life of Pi, 2012), para salir de este berenjenal: ¿qué versión preferís? ¿la que nutre la leyenda o la que nos devuelve a la realidad? ¿La que alimenta el temor de los pescadores y nos lleva a imaginar una maldición nipona donde los muertos emergen de las aguas? ¿O la que raspa tristemente toda huella de fecundación esotérica?

Segunda película dirigida por Robert Eggers, escrita al alimón con su hermano Max Eggers y producida, viento en popa, por la astuta A24 -responsable de ambiciosos ejercicios de género como A Ghost Story (2017), Under the Silver Lake (2018) y Midsommar (2019)- El Faro parece la propuesta más pertinente del año para desencallar este dilema. Y es que la postura de su director no es tanto la del investigador que analiza y conjetura, como la del pescador que sospecha, se asusta y acaba perdiendo la cabeza.

Creer en el fantástico

Tras desembarcar en un islote frente a las costas de Maine (Nueva Inglaterra), a finales del siglo XIX, un lobo de mar llamado Wake y un aprendiz de wickie llamado Winslow -Willem Dafoe y Robert Pattinson en uno de los duelos interpretativos más brutales hasta la fecha- deberán custodiar un faro durante cuatro semanas de frío, trabajo intenso, frugalidad y solitud.

Filmada en la sugerente comunidad de Cape Forchu (Nueva Escocia) como simulacro marítimo de Maine; con un faro construido especialmente para el set; un acabado visual en blanco y negro firmado por Jarin Blashcke que bebe tanto del expresionismo alemán como de las emulsiones fotográficas de finales del XIX -¡a lo Wilhelm Vogel!- y un ratio cuadrangular en 19:16 -formato previo al famoso 4:3, que pertenece a la etapa de transición del silente al sonoro, con títulos en la memoria como Amanecer (Sunrise, 1927)-; la película contiene una secuencia que conecta a Eggers con todo el esoterismo que pueda cobijar lo dicho: un pequeño cangrejo de roca.


Harto de la rutina y de partirse la espalda en un lugar alejado de la civilización, el personaje de Pattinson es increpado por una gaviota tuerta. Registrado en un plano general y de perfil, desata toda su furia contra el pájaro en una secuencia a caballo entre el gag y la brutalidad, en la que parecen convivir Chaplin y Hitchcock al mismo tiempo. Una decisión clave en la narración que, tras la advertencia del farero que interpreta Dafoe -¡matar gaviotas es signo de mal augurio!-, sirve como punto de inflexión en este cuento de terror marino y como instante de amarre a la leyenda de los heikegani. O a la reflexión final de La Vida de Pi. O a cualquiera de ellas. Leyendas y reflexiones. ¡Elijan las que quieran!

Eggers no disecciona cangrejos. Y poco tiene que ver con Huxley y Sagan. Pero los tres comparten material de estudio. Y es que hay algo en el juego de intrigas y en los elementos que Eggers articula -desde una simple gaviota hasta una estatuilla en forma de sirena- que resitúa la dimensión fantástica de este cuento de terror azotado por la oscuridad de los océanos al mismo nivel que la mirada sorprendida de un pescador japonés. Una mirada contagiada por la superstición. El realizador se entrega a este punto de vista con un rigor sacramental y defiende su isla maldita a capa y espada contra todas las desgracias propagadas por los siete mares. Su isla es un territorio sagrado. Un espacio de veneración donde el Moby Dick de Melville y la inacabada última obra de Allan Poe acaban como Pattinson y Dafoe: emborrachándose juntos en un imaginario marcado por lo feo y lo bizarro, que navega al ritmo de la popular "Doodle let me go". Un espacio donde la camaradería y la dominación no se contradicen, sino que se entremezclan en una misma trampa de langostas. Donde la vigilia es pesadilla y el sueño, escapatoria erótica. Donde el cuento es plegaria y la razón, blasfemia. Donde el mito posee la textura del oro y el logos, el hedor del vómito.

Da igual que, por momentos, El Faro se pase de pretenciosa y acabe extraviada en sus propios excesos. Es lo más parecido a una muestra de cine eterno. Una película donde el cuento es feto y la realidad, aborto. O mejor aún, donde el celuloide busca antes la sensación de lo extraño, el impacto del golpe seco y la luz cegadora de lo inexplicable, que la razón y el cálculo, que la más aburrida y coherente de las asepsias diseñadas como laboratorio de referencias y guiños.

Si en La Bruja (The Witch, 2015) -la espectacular ópera prima de Eggers-, este prometedor cineasta norteamericano se atrevía con imágenes que -en palabras del crítico Jordi Costa- interpelaban el imaginario del espectador como verdaderos “abismos de perturbación”, lo que está claro es que, tras descubrir su nueva obra maestra, Eggers se ha autoproclamado un maestro de la perturbación en sí misma. No sólo se posiciona como imprevisible realizador a quien seguirle las huellas. Se reafirma como firme defensor del cine como experiencia sobrecogedora e inabarcable. Como voluntad casi epigráfica de reconciliar el género con sus propias raíces. Con sus recuerdos de descubrimiento. De extrañeza ante el mundo que nos rodea.

A estas alturas, el dilema propuesto al inicio ha perdido el sentido. Y a Eggers se le ha queda corto. Éste y cualquiera de ellos. Porque la película es, ante todo, un descomunal acto de fe en las aguas arcanas del mito. Y en la locura que empapa a quien se atreve a sumergirse en ellas. Los protagonistas de la función. Pero también nosotros. Los espectadores.

Déjense ahogar por Eggers. Por los bramidos de su torre. Los aullidos de sus irredentos personajes. Redescubran la naturaleza como fuerza dramática. A Dafoe y Pattinson como figuras de proyección ancestral. Al primero, como una suerte de Neptuno orador y al segundo, como Prometeo encadenado. Y podríamos seguir… Pero mejor descúbranlo ustedes mismos. Con sus propias retinas. Con su propia capacidad de sorprenderse. De inquietarse. Y todas las preguntas dejarán de tener sentido. Como un cangrejo acariciando las rocas con mirada samurái.