18 de setembre del 2019

Drácula (Dracula, 1931)


Renfield es un abogado que viaja desde Inglaterra a lo más profundo de Transilvania para encontrarse con el Conde Drácula. Sin embargo, en cuanto lo comunica a los habitantes de un pueblecito a mitad de camino, estos le aconsejan que no prosiga con su camino hasta la mañana siguiente, ya que las montañas esconden misterios que se rebelan durante la noche. En contra de los consejos, el abogado, que tiene interés por cerrar el negocio de la venta de una abadía en Londres y que no tiene miedo de las habladurías, sigue con el viaje y se encuentra con el Conde en su viejo castillo, un sitio abandonado y gobernado por la muerte. Tras unos primeros instantes un tanto incómodos, Renfield se pone al trabajo y le ofrece los papeles de la compra, pero, en mitad de ello se corta con una hoja de papel, y una pequeña herida en el dedo le empieza a sangrar, algo que lleva a Drácula y a sus esposas a perder el control, convirtiéndolo en algo más que un abogado, en su siervo. Tras una ajetreada travesía, en la que todos los marineros mueren, Renfield y las pertenencias de Drácula llegan a Londres. Mientras que el abogado es encerrado en un sanatorio, las cajas del Conde son trasladadas a su nueva propiedad en Londres, desde dónde el vampiro causará estragos mientras que el profesor Van Helsing empezará a seguir las pocas y sutiles pistas que deja tras él.

Aunque la primera película de vampiros destacable es Nosferatu (1922) de F. W. Murnau, un descarado plagio de la obra de Bram Stoker, la realidad es que la que marcó el pistoletazo de salida a las adaptaciones de las obras del autor irlandés, será la producida por Universal y protagonizada por Bela Lugosi, que además abría una nueva etapa del cine de terror.

El joven productor Carl Laemmle Jr. vio en la historia del escritor irlandés, adaptada ilegalmente por el expresionismo alemán, un éxito comercial, así que no dudó en adquirir los derechos de la historia de forma adecuada y proyectó llevarla a la gran pantalla al estilo de El Jorobado de Notre Dame (The Hunchback of Notre Dame, 1923) y El Fantasma de la Ópera (The Phantom of the Opera, 1925).

El ritmo de la película dirigida por Tod Browning es cuanto menos teatral, pero no es de extrañar cuando se basa en el guión de la adaptación para los escenarios de la novela gótica de Bram Stoker, escrita por Hamilton Deane y John L. Balderston. Y es que además, aunque en un principio no convenciera al productor y al director, el escogido para el papel fue Bela Lugosi, un actor de origen similar al personaje que estaba dando vida a Drácula en Broadway, que se impuso frente a otros actores de la talla de Paul Muni o Lon Chaney. Y, aunque de rebote, la elección fue cuanto menos acertada, ya que Lugosi consiguió crear un icono de la cultura popular contemporánea, ya que a pesar de carecer de grandes dotes artísticas supo combinar un elegante porte de galán con unas expresiones y unos movimientos aterradores que dieron al personaje la dicotomía que todos conocemos.

La historia de Drácula siempre producirá terror en la mente del público —aunque sea por su pésima adaptación, como la más reciente protagonizada por Luke Evans—, sin embargo, estamos hablando de una película de hace más de ochenta años, por lo que es inevitable que no nos produzca el mismo terror que al público de cuando se estrenó. Aún así, el halo de oscuridad que envuelve toda la cinta, con fuertes contraluces, con unos blancos muy brillantes y muy bien situados —como en los ojos de Drácula— y los largos silencios ausentes de banda sonora, más propios del cine mudo, hace que la sensación de intriga, que no terror, nos lleve a quedarnos pegados a la pantalla hasta el final. Una obra maestra del cine clásico.