14 de febrer del 2012

Moneyball: el béisbol se juega en el campo pero se decide en los despachos


El deporte del béisbol es uno de los más potentes del mundo en cuanto a la aplicación de valoraciones y seguimientos estadísticos. Pero estos promedios pueden ser utilizados de muy diferente manera según quien sea el encargado de analizarlos. Cuando un equipo modesto como los Oakland Athletics, llegó a perder a sus tres mejores jugadores en una sola temporada, varias opciones se pusieron sobre la mesa pero con un presupuesto de los más flojos en la competitiva Major League Baseball, había que ir más allá de la imaginación para construir un equipo que pudiera seguir codeándose con la élite de la liga.

El inicio de Moneyball se sitúa precisamente en ese instante y así es como empezamos a seguir las peripecias y tribulaciones que el general manager, Billy Beane (Brad Pitt), tendrá que ir asumiendo para reconstruir un equipo que, en 2001, había llegado a poner en jaque a los todopoderosos New York Yankees.

Pero el film trasciende claramente y se eleva por encima del drama deportivo clásico. La lucha de Beane por construir y guiar a un equipo es una lección de vida, una profunda reflexión sobre la voluntad y la creatividad del ser humano para hacer frente a las dificultades. Y ello se debe a un libreto adaptado por dos de los mejores guionistas del panorama actual y cuyos nombres no requieren de presentación previa: Steven Zaillian y Aaron Sorkin. El segundo reescribió parte del trabajo del primero pero no cabe duda de que el script final tiene una solidez extraordinaria y está sembrado de grandes momentos.

Este proyecto estaba previsto que fuera dirigido por un gran cineasta que además es un gran amigo de Brad Pitt: Steven Soderbergh. Pero cuando éste último decidió optar por otros proyectos, el productor Pitt (una figura emergente en el negocio de Hollywood) consiguió la implicación de Bennett Miller, quien deslumbró con su biopic sobre Truman Capote en 2005 pero que no había dirigido desde entonces. La entrada de Miller supuso también la contratación de Philip Seymour Hoffman para dar vida al field manager, Art Howe.

El film tiene la virtud de resultar atractivo tanto para los seguidores del deporte norteamericano como para los profanos en la materia. Y eso se consigue gracias a la ineludible calidad de un guión que fluctúa constantemente entre el trabajo de Beane como general manager y el de hombre divorciado, con una hija, y al que le sacuden constantemente los recuerdos de su fallida carrera como jugador.

La colosal interpretación de Brad Pitt es el pilar fundamental en el que se apoya Bennett Miller para dar forma a un film de factura impecable, que nunca abusa de planos saturantes ni salidas de tono gratuitas (alusión directa a la confusa e hiperbólica puesta en escena que Oliver Stone concibió para Un Domingo Cualquiera).

La película trata de mostrarnos como se puede construir un equipo desde un punto de vista diferente. Aplicando numerosas fórmulas estadísticas, es posible medir la eficiencia de los jugadores por parámetros diferentes a los que siempre se han considerado. Y así es como Beane y su ayudante Peter Brand (Jonah Hill) incorporan a jugadores poco completos pero que aseguran buenos porcentajes en facetas concretas del juego, aunque alguno de ellos no cumpla con el estilo académico y estético del juego. "Tenemos que pensar diferente", esta es una frase que se repite en varias ocasiones y así es como los Athletics llegaron a conseguir veinte victorias seguidas en la temporada de 2002, batiendo las marcas de las mayores franquicias de la historia del béisbol.

Mantener a Oakland en la élite de la liga, con un presupuesto ínfimo, le confirió una enorme credibilidad a Billy Beane, llegando a recibir la oferta de uno de los grandes que más urgencias históricas podía tener: los Boston Red Sox. Pero la suculenta oferta no pudo doblegar su voluntad y sigue siendo el GM de los Athletics del que, además, es ahora co-propietario.

En cualquier caso, la filosofía que presidió su gestión en 2002, es la que siguieron los Red Sox consiguiendo el título de 2004 tras 86 años de sequía. La nueva filosofía de gestión de plantilla, apoyada en los recursos de una gran franquicia, les permitió llegar lejos y romper una maldición que el dinero, por sí solo, nunca se lo había permitido.