29 de gener del 2016

Los Odiosos Ocho (The Hateful Eight, 2015). Por Carles Martinez Agenjo



Hasta que llegó su madurez (con spoilers)

Imaginemos que en 1840, tras el fin de la I Guerra Carlista, coincidieran bajo el techo de una cabaña perdida por los Pirineos un joven liberal, ferviente defensor del reinado de Isabel II, y otro de postura absolutista, todavía con el rencor de la derrota en mente y el deseo aún latente de que España regrese al Antiguo Régimen. Fuera de la cabaña, en plena naturaleza, una fortísima ventisca les dificulta salir a mear siquiera. Por si esto no fuera suficiente, de repente, penetran en la vivienda 6 individuos más que encierran, detrás de sus teces enrojecidas por el frío, un terrible secreto que no tardará en salir a la luz.

Aunque sea por un instante, cambiemos a España por Estados Unidos y a los Pirineos por las gélidas montañas de Wyoming. Sustituyamos al liberal por un ex soldado unionista, fiel seguidor de Abraham Lincoln, y al carlista por un confederado, lamentable defensor del esclavismo negro. O mejor aún, remplacémosles por un militante de la CUP y otro de las juventudes del PP tras las elecciones autonómicas de 2015. O por un pro-Gauche y un pro-Le Pen. Liberales contra carlistas, unionistas frente a confederados: izquierda vs. derecha.

Una cosa queda clara. La octava película de Quentin Tarantino se inmiscuye en terreno político. Como parábola, sin embargo, no puede ser más esquemática. Lo evidencia su premisa y lo refuerza el educado Oswaldo Mobray (interpretado por Tim Roth) en una divertida secuencia de la película en la que este personaje de supuesta procedencia inglesa, consciente de la tensión que se respira en el pequeño ambiente, plantea un juego simbólico para mantener izada la bandera blanca: la cabaña queda físicamente dividida entre el Norte y el Sur de EEUU, a excepción del bar, que se convierte en punto neutral. En cualquier caso, la película es mucho más que otro juego de referencias y orgías gore típicamente tarantiniano. Salvando las distancias, Los odiosos ocho se erige como lo haría el célebre grupo artístico Equipo Crónica con la realidad sociopolítica del tardofranquismo y la Transición: se trata de una obra posmoderna de estética “cool” que, por epidérmica que pueda parecer, encierra en realidad una poderosa reflexión crítica ante determinada situación sociopolítica.

El (todavía) énfant terrible de Hollywood ha universalizado un relato sobre bandos condenados al conflicto, sobre un pasado y unas heridas que, pese a ser eminentemente americanos, afectan tanto a autóctonos como a forasteros. Lo consigue gracias a una película que vuelve a versar sobre el racismo y que, una vez más, fija la mirada tanto en la historia del cine como en su propia filmografía.

Un estimulante desplazamiento lateral

El resultado, digámoslo ya, es otra joya, marca de la casa, que repite grandes jugadas anteriores, pero también aporta frescura mediante un guión y unos personajes que nada tienen de previsibles y que oscilan a lo largo de una escala de grises que empezaba a echarse de menos en sus últimas producciones, a excepción del complejo mayordomo esclavista de Candyland que interpretó Samuel L. Jackson en la sintética Django desencadenado (2013) y el detective-nazi-convertido-en-cazarecompensas-sin-escrúpulos que dibujó un icónico Christoph Waltz en la irregular Malditos Bastardos (2009). Sin embargo, con Los odiosos ocho, Tarantino no ha subido un nuevo escalón. Su cine sigue donde estaba, pero al igual que Nicholas Winding Refn con la milimétrica Drive (2011), el director de Pulp Fiction (1994) ha realizado un desplazamiento lateral, lo que se traduce en un perfeccionamiento de sus formas. En esta nueva película, Tarantino:

-    Invita a la investigación: su obsesión cinéfaga vuelve a reciclar imágenes y gestos de segunda (y tercera) mano, un hecho que empuja nuevamente al espectador a enfrascarse en una intrincada arqueología visual.

-   Contiene una mayor riqueza de arquetipos: el repertorio de ejemplos que amplían, subvierten y entremezclan los modelos que subyacen debajo de los personajes se antoja, una vez más, inagotable. El sheriff, el verdugo y su prisionera, el desertor, la banda… Todos ellos vienen precedidos en esta ocasión por una forma anquilosada de ver el mundo que reduce la sociedad a 3 focos de atención. Por un lado, existe el “yo”: el juez Ruth (autoparódico Kurt Russell), la masculinidad americana y su forma de ver un mundo convulso en el que no te puedes fiar de nadie. Por otro lado, están “these”, ese grupo de personajes enigmáticos que se irán quitando la máscara poco a poco, y “that”, Daisy Domergue (soberbia Jennifer Jason Leigh), una mujer maltratada no sólo por su obvia vinculación al lado oscuro de la ley, sino por haber roto una lanza a favor de la feminidad en una época gobernada por penes erectos, como bien ejemplifica Samuel L. Jackson en uno de los monólogos más despiadados de los últimos años. Y finalmente, “this”: una etiqueta grabada con sangre sobre las personas de color que, sin embargo, el personaje del Mayor Marquis (encarnado por Jackson) consigue sortear con endiablada astucia sin necesidad de emprender el ya conocido camino de la épica y los ideales, demostrando que puede ser tan canalla como el peor de los racistas sureños.

-       Regala diálogos de granito: las conversaciones siguen dejando huella en una película que nada tiene que envidiar a David Mamet, dado que, por primera vez desde Jackie Brown (1997), logra anteponer el clasicismo de la progresión de la intriga al volcán descontrolado al que nos tiene acostumbrados: un regalo para el buen cinéfilo y una bofetada para el fan más infantil.

-     Es otra experiencia anacrónica: Roadshow Version es la proyección de la película en el formato pensado originariamente por el propio Tarantino (70 mm y Ultrapanavision). Desgraciadamente, el target español únicamente podrá visionarlo en la sala Phenomena Experience de Barcelona. Ésta concede la oportunidad de disfrutar de la siniestra apertura musical del galardonado Ennio Morricone, la detención de la proyección a la mitad para aprovisionarnos de palomitas y estirar las piernas y, una vez acomodados de nuevo, la sorprendente aparición en off de un breve narrador de espíritu brechtiano que nos distancia del relato anunciando un tremendo giro de guión. Del mismo modo que en las sesiones Grindhouse –aquel homenaje a la serie Z y a los programas dobles que supuso la proyección conjunta de Planet Terror y Death Proof (Robert Rodriguez & Quentin Tarantino, 2007)–, el director de Tennesse certifica que la cinefilia es una materia que trasciende los límites de la pantalla.




La paciencia tenía un precio

Desde el fracaso de la mentada Jackie Brown (1997), Tarantino tomó un rumbo específico con una serie de películas que, pese a lo estimulantes que resultan en algunos de sus pasajes, siempre avanzaban en una misma dirección: la del viaje vertiginoso de locura, venganza, caricaturas y excesos.

Afortunadamente, su nueva película elige un camino distinto, gracias a la inclusión de una nueva referencia que trasciende todas las otras. Se trata de la estructura de las “whodunits” o novelas de intriga con asesino enmascarado. Concretamente, 10 negritos de Agatha Christie, un material que permite al autor desenvolverse en un guión mucho más progresivo que los anteriores y desplegar una intriga que, tras cocerse a fuego lentísimo, desemboca en un clímax donde –¡sorpresa!– los secretos y las pasiones estallan sin que el director pierda el equilibrio ni por un instante. Sin que el niño acabe destrozando los juguetes con los que suele crear genuinos universos. En otras palabras, Los odiosos ocho (2015) se antoja, por su desarrollo en un espacio cerrado y el espíritu de buddy movie hawksiana que palpita bajo el desenlace, una película más cercana al gran debut –ese tour de force llamado Reservoir Dogs (1992)– que no al orgiástico clímax de su penúltima película, Django Desencadenado (2013), en la que –a mi gusto– Tarantino perdió algo más que el control de la situación.

En este sentido, otro de los grandes aciertos de Los odiosos ocho es su encomiable estatismo. A diferencia del díptico Kill Bill (2003-04) –aquella oda casi vanguardista al movimiento cuya protagonista se alimentaba de los retazos de cine que encontraba a su paso, como si de un parásito cinematográfico se tratara–Tarantino apela ahora a la quietud. El crucifijo de madera helado en mitad de la nada que aparece en el primer plano-secuencia, la puerta de entrada de la cabaña que debe cerrarse con clavos cada vez que se abre, los picados enfáticos del cineasta… es motivo suficiente para derribar la frontera invisible que existe entre los personajes y desestabilizar sus roles hasta mezclarlos entre sí.


Otro interesante plano-secuencia es el que cierra la película. En él, dos contrincantes con discrepancias políticas (Jackson y Walton Goggins) se convierten en socios por necesidad. Ensangrentados y cansados, ejecutan la ardua misión que debía llevar a cabo el fallecido juez Ruth: ahorcar a su prisionera. La cámara recorre el escorzo de la pierna de la delincuente, que cuelga del techo, hasta detenerse en su cartuchera: perfecta síntesis de la inutilidad que simboliza a otra estrella apagada en el firmamento del salvaje oeste.

Justo en frente, Jackson y Goggins contemplan satisfechos una situación en la que Tarantino es el verdadero juez y verdugo de una película de laboratorio que termina como lo haría el mejor Hitchcock. La falsa carta de Abraham Lincoln es un delicioso macguffin que pone en evidencia la absurda brutalidad de un mundo infectado por la mentira y la falta de ideales. Un mundo, sin embargo, que nada tiene que ver ya con la visión romántica de aquellos western crepusculares de Sam Peckinpah y George Roy Hill. Un mundo donde las palabras “venganza” y “épica” han perdido todo su significado. Un mundo, en definitiva, donde Tarantino ha sido capaz de utilizar la violencia con otros ojos: los del genio capaz de reinventarse a sí mismo a través del calado político, la madurez estilística y la paciencia narrativaAunque sólo sea por esta vez.