18 d’octubre del 2010

Wall Street: Money Never Sleeps


Veintitrés años después del clásico Wall Street, nos llega una secuela que nadie creía posible pero que es el resultado de la acuciante necesidad de su director, Oliver Stone, de recuperar algo de dinero tras cometer numerosos errores con una serie de veleidades artísticas que no le han llevado a ningún sitio.

Esta nueva película, cuyo guión han firmado Allan Loeb y Stephen Schiff, no es tan ácida ni contundente como lo fue su predecesora pero tampoco resulta tan ligera como algunos han asegurado.

Es indudable que Stone es un director de gran creatividad, uno de los mejores, pero le pierde un activismo político panfletario que le ha convertido en una especie de portavoz al servicio de "freaks" anticapitalistas. Lleva poniendo su bien ganado prestigio al servicio de personajes tan lamentables como Fidel Castro o Hugo Chávez. Ambos sátrapas le han utilizado descaradamente para hacer llegar sus mensajes a un público más amplio.

Además de todo esto, Stone es un realizador profundamente contradictorio. Critica a Nixon pero se apiada de él al final del film en una especie de epílogo semidocumental. Hace un homenaje a las víctimas del 11-S con World Trade Center al mismo tiempo que se pierde en insulsos y manipulados documentales de desagravio sobre personajes que no merecen captar la atención de alguien de su capacidad intelectual. Con él nunca sabes qué cara te vas a encontrar y esta indefinición le perjudica.



Wall Street: Money Never Sleeps juega su gran baza con el regreso de Gordon Gekko, uno de los mejores personajes escritos para el cine, cuya personificación a cargo de Michael Douglas le valió el Oscar al mejor actor en 1988.

Tras ser encarcelado, durante ocho años, por un delito superior al que se derivó de la traición de Bud Fox, Gekko vuelve a Nueva York sin blanca pero con un manuscrito que piensa convertir en best-seller. Siete años después, en 2008, Gekko se ha convertido en un fenómeno mediático que propaga su visión sobre la nueva situación financiera.

El viejo tiburón, que dominó las operaciones de Wall Street en los ochenta, prevee el descalabro económico y bursátil que se extendió, de forma global, en el segundo semestre de 2008. Su crítica se centra en la constatación del enorme peso de la economía especulativa, basada en la deuda y en los créditos. "Nuestro sistema financiero está en quiebra, es algo global y sistémico", asegura Gekko en una conferencia. Cuando los acontecimientos empiezan a desencadenarse, él sabrá muy bien como moverse para recuperar su posición y renacer de sus cenizas cual Ave Fénix.

Michael Douglas rezuma carisma y calidad interpretativa dando vida, nuevamente, al mejor personaje de su carrera. Sus presencias están muy dosificadas a lo largo del film y eso hace que la cinta pierda ritmo e interés puesto que el resto de personajes cumplen pero ninguno de ellos está a la altura de lo que consiguieron Charlie Sheen, Hal Holbrook, y Terence Stamp.

Shia LaBeouf se repite una vez más en el papel del joven pasado de revoluciones y Carey Mulligan, la gran promesa del nuevo cine británico, exhibe demasiada candidez e intrascendencia. Obviamente, la contribución de Josh Brolin, Frank Langella, y Eli Wallach es mucho más interesante. Brolin es un buen villano aunque podría haberse aprovechado bastante más.

Uno de los mejores momentos de la película se produce cuando Gekko y Bud Fox (Charlie Sheen) vuelven a encontrarse en una recepción benéfica. Por un momento, aquella brillante conexión que se estableció en la anterior cinta parece recuperarse. Pero es sólo un espejismo dentro de un nuevo marco de acción mucho más irregular.

Hay también mensajes propagandísticos subyacentes que se van diseminando a lo largo del metraje: la apuesta por las energías verdes, crítica al capitalismo mordaz neoliberal, y ataque frontal a la especulación inmobiliaria. Algo que no sorprende conociendo la agenda política de Oliver Stone pero, al menos, está suficientemente solapado para que no se convierta directamente en un manifiesto.

El film vive sus mejores momentos en la fase central. Stone recupera el temple estableciendo un ritmo alto, dividiendo la pantalla, y metiéndonos de lleno en el escenario bursátil. Resulta brillante la visualización de la caída de la bolsa, en octubre de 2008, a través de unas fichas de dominó que se vienen abajo progresivamente al mismo tiempo que la cámara desciende en paralelo a uno de los rascacielos de la Gran Manzana.

Gekko parece haber cambiado pero, en realidad, todo forma parte de un plan maestro que sólo puede salir de la mente de un hombre que desea volver a la primera línia. Sin duda alguna, son los mejores momentos pero entonces ocurre un giro argumental de última hora que hipoteca definitivamente al film. Presenciamos un final convencional, más propio de una tvmovie, que te deja con la sensación de haber visto dos películas en una.

Stone, a la caza y captura de un éxito en la taquilla, propone un desenlace que no encaja con lo que él mismo ha planteado. Se sabía que esta secuela no sería tan contundente como la anterior pero una historia sobre economía y bolsa no puede acabar de una forma tan dulcificada porque le resta credibilidad. También se echa en falta la magnífica partitura de Stewart Copeland. Las canciones elegidas por el director para acompañar el relato son poco más que audibles.

Teniendo en cuenta la curiosa carrera de Stone, quién sabe lo que prepara para el futuro. Está claro que en películas como JFK o Nixon ofreció auténticas lecciones de cine, aunque no de historia. Y en los últimos años se está abonando a dar una de cal y otra de arena. Es un director indudablemente brillante, pero también irregular y profundamente contradictorio, lo cual le hace interesante si sabe controlarse. Algo que, hasta ahora, no ha podido conseguir. Sigue dominado por una serie de demonios internos que le asemejan al blanco de gran parte de sus iras: Richard Milhous Nixon.